Hace unos días, en la entrevista que le hicieron al Papa Francisco, este decía que hay hoy más cristianos perseguidos que en los inicios de la era cristiana. En las últimas semanas hemos visto noticias sobre cristianos crucificados en Siria, sobre Mariam Yaha Ibrahim, condenada a muerte en Sudán −condena que al fin parece haberse anulado− por haberse convertido al cristianismo. En muchos lugares del mundo personas que profesan la fe cristiana tienen que afrontar descrédito, ataques o incomprensión. En unos lugares por su defensa de la justicia. En otros, por la intolerancia y fundamentalismos religiosos que no comprenden en qué consiste la libertad religiosa. Hace un par de años, en la JMJ en Madrid, una exposición sobre los cristianos perseguidos abría los ojos de muchas personas acerca de lo difícil de tomar la fe en serio.
Probablemente caben aquí al menos dos reflexiones. Una, es la que nos invita a pensar en qué medida uno vive la fe con seriedad, compromiso y coherencia en un mundo en el que la tentación de las medias tintas es real. Y otra, la constatación del poder transformador de la realidad del evangelio. Tanto, que inquieta, que molesta y que incomoda. Y, si es por eso, por una apuesta firme por la justicia de las bienaventuranzas; por la denuncia de lo inhumano, lo inmoral y lo indigno; por la defensa de una búsqueda libre de respuestas y comprensión, bienvenidas sean las persecuciones.
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