Un parque. Un paseo. Una plaza.
Lugares de reunión y disfrute, repletos de personas, de vida.
Juegos y risas. Tropiezos, caídas y lloros. Gente que va. Gente que viene.
Gente que está.
Pocos son los parques, paseos o plazas que carecen de, al menos, un banco.
Viejos o medio rotos, nuevos o modernos, extraños o raros, no dejan de realizar su función mientras haya alguien dispuesto a darles buen uso: punto de descanso, parada obligada, lugar de reunión, de encuentro.
Esa mañana, o esa tarde, no recuerdo bien, me topé con uno de esos sitios de recreo y esparcimiento. A buen seguro desierto de noche, rebosaba bullicio durante el día, a no ser que la visita de una nunca bienvenida lluvia llegara sin avisar.
Pero no era el caso.
Atardecía o amanecía (nunca sé bien si el sol sale o se pone cuando veo una foto, o en un sueño, o cuando un recuerdo viene a mi mente) cuando mispasos me llevaron, algo ausente, a atravesar en mi recorrido un espacio salpicado, aquí y allá, por unos bancos colocados en un equilibrado desorden.
El más cercano a mi trayecto estaba vacío, cosa que agradecí. No porque no me guste compartir un banco, o sentarme con desconocidos, sino porque, simplemente, lo necesitaba.
Miré alrededor. Podía ver, diseminados, grupos de personas y otras gentes, muchas de ellas sentadas o formando círculos alrededor de bancos como el que yo ocupaba.
En el más próximo, un grupo de madres con sus carritos de bebé y las sonrisas de los recién nacidos intercambiaban pareceres, sensaciones y alegría.
Más allá, aprovechando otro banco, multitud de niños jugaban a ver quién era el último en sentarse. Sus risas y alboroto podía escucharse desde lejos, contagiando de sonrisas robadas a quines les veíamos empujarse, caer y levantarse.
Y como si de uno de esos pequeños se tratara, tras dejarme caer para reposar unos instantes, me levanté y seguí mi marcha.
Dejé atrás a las madres, los bebés y los niños, y sin querer me fui fijando en quienes ocupaban el resto de bancos que me iba cruzando en mi camino.
Adolescentes fumándose su primer cigarrillo para creerse mayores.
Una pareja compartiendo momentos.
Un joven, al parecer solo, con la cabeza gacha y el gesto triste, mirándolos de reojo con disimulo, recordando, o imaginando.
Una embarazada descansado de su estimada y preciada carga.
Un padre jugando con su hijo a darle las primeras patadas a un balón.
Hombres entrados en canas recordando hazañas.
Sin apenas darme cuenta, llego a lo que parece el final del parque.
De entre los últimos bancos, uno lo ocupan un grupo de viejecitas más joviales de lo que a su aparente edad pudiera parecernos, que charlan alegremente, dando fe de que los hombres morimos más temprano.
La naturaleza es sabia.
En otro, un viejo, un bastón, y su vida, con la mirada perdida buscandorecuerdos extraviados en un parque de antaño.
El resto parecen desiertos, pero en cuanto me acerco veo que casi todos contienen algo.
Los pétalos marchitos de una flor.
Un libro olvidado, presto a ser recogido.
Los postreros rayos de un sol poniente.
Y el último, como el primero, yace vacío. Pero este, también roto. Abandonado por el tiempo. Oxidado por el olvido. Quebrado por la intemperie.
Oscurece.
Mientras el mundo adormece, paso de largo por el parque de la vida, donde sólo estaba de paso.
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