Anzuelo televisivo

El pasado 9 de septiembre La Primera de TVE emitía de corrido los dos capítulos que componen un telefilm biográfico sobre Pedro Casaldáliga, el obispo de Sao Félix do Araguaia, en Brasil. La emisión terminó cerca de la una y media de la madrugada. Y, sin embargo, ni el tema ni la hora impidieron que mi hijo Pablo, de 14 años, se quedara pegado al televisor y atento hasta el último minuto a la historia que le estaban contando en imágenes. Extraño que un chaval estuviera interesado por la vida de un obispo y aguantara varias horas frente al televisor, ¿no? En realidad, no tanto.

La fascinante trayectoria vital del pastor catalán en el Matto Grosso brasileño, su conversión a los pobres y su lucha valiente y honesta contra la injusticia, hasta poner en peligro su vida, tienen evidentes tintes de novela. Pero, seamos sinceros: su aspecto no es el de un superhéroe musculoso y guaperas y el guión da para pocos efectos especiales. Dos claves del cine que atrae a los jóvenes hoy, al decir de la taquilla y el todopoderoso Hollywood. Y aun así su historia engancha. Claro que engancha: tanto a adultos como a jóvenes, a creyentes como a los que no lo son.
Un detalle aparentemente nimio como éste (o no tan nimio: enganchó a esas horas de la noche a dos millones de espectadores) debería hacernos reflexionar y repensar nuestros discursos y esfuerzos cuando hablamos de transmisión de la fe y de pastoral. Porque historias como la de Pedro, que muestran el evangelio hecho carne a base de coherencia vital son las que llegan al alma, tocan el corazón, emplean el lenguaje universal y eternamente descifrable del amor.
Por supuesto, no me refiero a esas cursis vidas de santos que arrebolaban a las jovencitas devotas de los años 50 pero hacen sonreirse a nuestros chavales. Hoy queremos santos vivos, de carne y hueso, con debilidades y fortalezas, con corazón y con hígado. Santos que se manchan la manos y se rasgan las vestiduras por los otros. Que asumen causas justas y hablan un lenguaje claro y directo.
En realidad lo hemos sabido siempre, ¿verdad? Es el testimonio el que encandila, el ejemplo de vida el que te anima a seguir un determinado camino. El filósofo Javier Gomá lo expresa a la perfección cuando afirma, en su libro “Imitación y Experiencia”, que “predicar con el ejemplo significa que el ejemplo predica, es decir, que es el único capaz de hablar a la conciencia y al corazón con toda la elocuencia, aunque sea un ejemplo silencioso”.
Y es que no hay otro modo de transmitir la fe: hablar el lenguaje del amor, mostrar la predilección por los últimos, poner en práctica lo que uno dice creer y demostrar que no hay mejor camino que seguir las huellas de Jesús de Nazaret para alcanzar la felicidad. ¿Lo demás? Si no sirve a este propósito, tendríamos que hacérnoslo mirar. Aunque llevemos siglos empleándolo como método de pretendida evangelización.

Comentarios