Valeria Méndez de Vigo. La educación es el gran motor del desarrollo personal. Es a través de la educación que la hija de un campesino puede llegar a ser médico, que el hijo de un minero puede llegar a ser el jefe de la mina y que el descendiente de unos labriegos puede llegar a ser el presidente de una gran nación. Nelson Mandela
Las palabras de Mandela son hoy más actuales que nunca. Y es que la función decisiva que tiene la educación en el desarrollo individual y colectivo de las personas y los pueblos está ampliamente demostrada y es especialmente relevante en un momento como el presente, en el que el debate sobre la desigualdad ha entrado de lleno en las agendas públicas. El 8% de la población más rica del mundo posee el 50% de los ingresos a nivel mundial, mientras que el 92% comparte el restante 50%[1]. 1200 millones de personas viven con menos de 1,25 dólar al día, y 175 millones de jóvenes de países de ingresos bajos y medio bajos son incapaces de leer una oración o parte de ella.
Si bien la desigualdad ha existido siempre, sobre todo en los países más empobrecidos, en los últimos años se ha acrecentado de manera notable en Europa y Estados Unidos, también como consecuencia de la crisis económica y financiera. Tal y como denuncian numerosas instituciones, en la mayoría de los países desarrollados, la brecha entre ricos y pobres es la más alta de los últimos 30 años. Hoy la desigualdad es un grave problema en casi todos los países del mundo.
La desigualdad genera inequidad en el acceso a la educación, pero también sucede al contrario: la ausencia de educación o una educación de baja calidad es generadora de pobreza y desigualdad. Los niños y niñas que no pueden desarrollar su potencial a través de la educación ven condicionado su futuro, viéndose condenados a una situación crónica de pobreza y exclusión. Son niños, y sobre todo niñas, de familias pobres, en zonas rurales, en países en conflicto, en situación de refugio o desplazamiento, con necesidades educativas especiales, entre otros colectivos.
En septiembre de 2015, la comunidad internacional deberá ponerse de acuerdo para establecer la nueva agenda de desarrollo para los próximos 15 años. La nueva agenda deberá estar protagonizada por la lucha contra la desigualdad, con la educación como uno de los pilares fundamentales para combatirla.
Porque, efectivamente, además de un derecho, la educación es la herramienta fundamental para promover la movilidad social y multiplicar las oportunidades de desarrollo, de forma equitativa, de todas las personas.
Pero para que esto sea así, es necesario que la educación sea de calidad, inclusiva y equitativa, dado que, en caso contrario, lo que hace es reproducir las desigualdades sociales existentes.
¿Qué se puede hacer en educación para afrontar la desigualdad? Algunas de las políticas y estrategias de una educación de calidad inclusiva que afronte la desigualdad se centran en afrontar la diversidad en el aula y huir de la estandarización que perjudica a aquellos que está en situación de desventaja. Resulta fundamental asegurar la gratuidad de la enseñanza, incluyendo matrículas y costes indirectos (libros, transportes, materiales, uniformes), que suponen muchas veces obstáculos insuperables para las familias más pobres; y aplicar becas o incentivos para estudiantes pertenecientes a colectivos desfavorecidos. En muchos países de América Latina, de hecho, los sistemas de protección social han vinculado las prestaciones a familias pobres con la asistencia a la escuela de sus hijas e hijos.
Otro aspecto importante es ampliar la cobertura de la educación preescolar, que favorece la posterior educación integral de los niños y niñas más desfavorecidos y previene el fracaso escolar. Asimismo, hay que apostar por el profesorado, mediante formación, motivación y remuneración adecuadas, y conceder incentivos para que docentes con más experiencia enseñen en niveles preescolares y primarios y en zonas y regiones más pobres. Hay que derribar los obstáculos a la inclusión, con escuelas accesibles y seguras, cultural y lingüísticamente sensibles o con currículos flexibles y adecuados. La implicación de la comunidad y del propio alumnado en la escuela posibilita mayor compromiso, detección y participación en la solución de problemas y adecuación de la escuela a sus necesidades, entre otras cosas.
Finalmente, es fundamental contar con financiación adecuada. Tal y como señala UNESCO, hay actualmente un déficit anual de 26.000 millones de dólares para la educación básica de los países menos desarrollados. Los Estados deben asignar el 20% de sus presupuestos nacionales o el 6% de su Producto Interior Bruto a educación básica, y distribuirlos de manera equitativa, asignando más presupuestos a aquellas regiones y estudiantes con menos recursos.
Además, debe aumentarse la Ayuda oficial al desarrollo internacional en educación básica y complementarse con la puesta en marcha de una tasa sobre transacciones financieras, de la que un porcentaje se destine a educación. Urge, en consecuencia, la reconsideración de la educación no como gasto, sino como inversión. No hay mejor inversión que una educación de calidad, inclusiva, equitativa, transformadora, que posibilita sociedades más equitativas, justas y prósperas. Porque, como también señalaba Nelson Mandela, “la educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo”.
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