A pocas horas de mi ordenación sacerdotal, vivo el tiempo con la densidad que marca lo trascendental de un momento así. En el silencio de la oración cotidiana de estos días el pasado, el presente y el futuro se entretejen ante una realidad, una llamada y un misterio que se me hacen inabarcables, que me atemorizan y, a la vez, me atraen con la misma fuerza con la que iniciaba este camino hace unos años.



Miro hacia atrás y sólo me sale agradecimiento. Trece años de formación como jesuita son muchos años. Y volviéndome a narrar el relato de mi vocación tengo que ir aún más atrás. Agradecido porque Dios es fiel. Cuando entré en el noviciado, lo hice dejándome llevar por la promesa de la gran alegría que da vivir entregado a Dios y a los demás. Promesa que en no pocas veces ha sido una invitación a confiar, en ocasiones a ciegas, siempre que iba donde no quería o hacia donde no sabía. Como si perdiera el control, pero sabiendo que no hay otro camino hacia ser libre y vivir con alegría que el de ser honesto conmigo mismo y con lo que marcaba Dios en cada momento. Como jesuita en estos años he ido descubriendo que el motor de mi existencia es seguir a Jesús, humildemente, por el camino que él marca… Con algo que da mucha seguridad: que ese camino lo han recorrido y lo recorren muchos otros: compañeros con los que he compartido vida; incluso algunos que ya están con el Padre; ejemplos buenos que no faltan en la tradición de la Iglesia y de la Compañía.

El presente lo vivo con nervios, la verdad… los que comporta organizar un evento así. Aunque sé que será una fiesta de mucha alegría. Alegría, además, compartida. Los jesuitas tenemos la gran suerte de conocer a mucha gente a lo largo de nuestra formación y la ocasión de trabar grandes amistades allí donde vivimos. Y no son pocos los quieren estar en este momento, con su presencia o con su recuerdo en la distancia. Me hago consciente de que, aunque haya una alegría sincera por mí, lo que sucede en un hecho así traspasa los límites de mi propia persona. Que tanta gente, que toda la Iglesia, rece por mi vocación da fuerza y compromete. Ojalá que sea buena noticia, no sólo para la gente que me quiere, sino para aquellos que aun ni conozco y a los que la misión me pondrá a servir. Ojalá que sea una buena noticia para los más pobres.

El futuro, precisamente, lo vivo con cierto temor y con cierta alegría. Temor, porque de algún modo sé que este sacramento me cambiará. De entrada, muchos me empezarán a mirar diferente. No es que me vaya a hacer distinto, pero sí que me introducirá en una dinámica de dejarme ocupar y habitar por la gente a la que sirva. Ese es el servicio el que me ilusiona, me da alegría… y me vuelve a asustar: toca asumir responsablemente un papel que, de modo misterioso, quizás lleve a muchos a Dios. Y no quiero estropearlo. E intuyo que, para no hacerlo, tocará, de nuevo, hacerse pequeño y seguir detrás de Jesús, aquel que me ha llevado hasta aquí. A unas horas de ser ordenado sacerdote sólo me cabe confiar, como invita el ritual: «que Dios, que empezó en ti a obra buena, Él mismo la lleve a término».

(foto: Stephen Golder)


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